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SUSCRIBIRSEEste artículo es parte de la edición de marzo, 2014
Competitividad
Por más que sea repetirnos con un tema que ya abordamos en el tema editorial del pasado enero, en el que nos referíamos a las conclusiones de la última Conferencia de la Organización Mundial de Comercio -OMC-, un par de circunstancias surgidas últimamente nos sugieren volver, en parte, sobre lo mismo. Se trata de la coincidencia temporal en la presentación de sendos documentos sobre:
- la competitividad de la avicultura de carne de la Unión Europea -EU-, en un informe del Dr. Van Horne, de la Universidad de Wageningen, de los Países Bajos,
- la competividad del sector comunitario del huevo, en otro informe presentado ante la Comisión de Agricultura de la UE por la EUWEP -Unión Europea de Mayoristas de Huevos, Aves y Caza.
Aunque aparentemente nada tienen que ver estos dos documentos, en el fondo sí pues ambos se refieren a algo que ya hemos abordado en otras ocasiones, el “corsé” que tenemos en la UE en cuanto a los sistemas de producción con los que operamos y que, al final, tienden a restarnos competividad frente a un mundo en el que se pretende -por parte de la OMC- una apertura cada vez mayor de fronteras para que los productos puedan fluir más libremente entre países.
En ambos casos, este corsé que nos hemos impuesto los europeos comunitarios -por presión, casi siempre, de los países del Norte frente a los del Sur- proviene de 4 aspectos que incrementan -y no en pequeña cuantía- nuestros costes de producción:
- por seguridad alimentaria, derivada de la prohibición de empleo de harinas animales en los piensos, antibióticos promotores del crecimiento, limitaciones en el uso de OGM, etc.,
- por protección ambiental, debida a las normas en torno a la eliminación de las deyecciones, las emisiones amoniacales a la atmósfera, etc.
- por el bienestar animal, que nos limitan las densidades de población en pollos y gallinas o nos han obligado a un costoso cambio de jaulas de puesta,
- por una estricta seguridad laboral que vela por los derechos de los trabajadores en un grado desconocido en otras latitudes.
Cada uno de estos aspectos grava nuestros costes de producción, en diferente cuantía entre los mismos integrantes de la UE -véanse, por ejemplo, los mayores costes de la alimentación en Italia, Gran Bretaña y España, en comparación con nuestros otros compañeros de viaje, o el mayor coste de la eliminación de la gallinaza en los Países Bajos-. Pero lo que es peor, los grava y mucho comparando las medias de la UE en pollos y huevos con las de otros países extracomunitarios, léanse Brasil, Argentina, Estados Unidos, Ucrania, Tailandia, etc. Y contra unos costes de producción un 25 % inferiores en un Cono Sur americano que los nuestros, aun con un Atlántico por medio, ¿cómo podemos luchar para no vernos inundados por unas pechugas de pollo a las que mañana se les pueden haber levantado unas barreras arancelarias?
El ejemplo, aplicado al pollo, es ampliable al huevo y en este caso más gravemente, por el hecho del comercio mundial de unos ovoproductos que cada día están adquiriendo un mayor protagonismo en todo el mundo y con la ventaja adicional de su más larga vida comercial. Y en la carne de ave, aun menos mal que China está volcada mayoritariamente en el pato, cuando en la UE el 77 % de la misma viene del pollo…
En este panorama, como se ve nada halagüeño, lo único que se nos ocurre es el que cada uno de nosotros -productor de pollos, de huevos, de piensos, etc.- hemos de ser cada día más competitivos, empleando todas las armas a nuestro alcance para elaborar mejor aquello que conocemos. Que no es poco…